lunes, 15 de junio de 2009

Un surf trip a caballeros hoy en dia





Texto y fotos: Fabio Castagnino Ugolotti

Camino de ida

Este fin de semana puedo disponer un rato del carro. Salgo tempranito, como para correr el early: con la oeste Caballeros debe estar buenazo, y no voy a tener que soplarme la lataza por el pampón. Voy escuchando un poco de reggae, alucinándome cómo estará el mar. Veo que no hay viento y está despejado. Recuerdo cuando iba con mi viejo a correr allí de chibolo, y de salida, el infaltable Sarita. Clásico. Doblo hacia la entrada, llego al caminito de tierra. De pronto, una visión estática aterriza frente a mí con una incomprensible ironía. No se qué pensar. Considero por un momento que me he quedado dormido por mucho tiempo y que el mundo ha cambiado de formas inexplicables. Me digo a mí mismo que todo está bien, que seguro podré llegar a los restaurantes por otra entrada que han abierto. Porque es imposible que cierren todas las entradas, ¿cierto?





Después de unos tímidos once años de venir aquí (me siento ridículo mencionando el tiempo, pensando en otros que vienen hace treinta o más), y de estacionarme frente a los restaurantes, caminar veinte pasos para ver los dos points, correr, lavarme los pies con el agua que me trae la señora o su hijo en el baldecito, tomarme una gaseosa, subirme al carro y regresar satisfecho a mi casa, me encuentro parado frente a tres pilotes con una inscripción espasmódica: Propiedad Privada Prohibido el Ingreso. Un muro no me deja ver si hay o no carros en el estacionamiento.
Con una impasible ingenuidad, doy media vuelta y me enrumbo a la entrada sur. En el camino, veo que alrededor de la pampa que hasta hace solo un mes y medio había cruzado caminando existe un muro casi terminado de construir. En el medio de este hay otra tranquera. “¡Ah! Aquí está, pues”. Incluso hay un cartel con tarifas de parqueo, cinco soles: sí me alcanza. Cuando me acerco, una señora me mira, y sin que yo pregunte nada me dice:
-Está cerrado.
-¿Y por dónde entro?, pregunto.
-No se, está cerrado, y levanta la tranquera un centímetro haciéndome saber que está con candado. Me la acabo de terminar de creer. Tiro mi billetera hacia la puerta del copiloto con furia. Estoy a punto de bajarme del carro a discutir. Felizmente, escucho en mi cabeza lo que seguro le habrían dicho a la señora: “si te preguntan cualquier cosa, tu di que no sabes nomás, enséñales que está cerrado y di que no sabes nada, no te hagas problema”.

Las burbujas que brotan de mi sangre hirviendo hacen un ruido incontenible y patético en mi boca, como un perro. No puedo dejar de insultar al mundo en mi camino de regreso a San Bartolo. “¡¿Cómo puede ser que cierren la entrada a caballeros?! ¡¿Qué se creen?! Debe haber alguna y no se dónde está; no hay forma de que la gente simplemente deje de entrar”. Un poco más adelante recuerdo: “la próxima vez voy a llamar a los Añorga para que me dejen pasar siempre por la entrada sur, la de los propietarios”. Pero luego caigo en la cuenta de mi actitud.
Soy el último eslabón de la cadena. El que cierra el círculo de la injusticia. La confirmación de la falta de conciencia de derecho y comunidad en la mente peruana, de la prevalencia de esa convicción de “aristocracia moderna y caleta” que reina en nuestro universo inconsciente. Como suele hacer el peruano, no creo que yo pueda hacer algo al respecto. Entonces, uso mis contactos para librarme del problema individualmente. Y encima me justifico: “todo el mundo de hecho conoce a alguien y pasa igual”. Con una llamada me basta para entrar; corro y soy feliz, no me afecta. Entonces, la sentencia: tengo que hacer algo, tratar al menos de poner un dedo en el asunto.

El problema de ser un ciudadano en el Perú

Llego a mi casa el domingo y me conecto para buscar toda la información que pueda. En la página del diario Perú21 se leen dos ediciones de octubre de 2008 en las que se menciona que la Defensoría del Pueblo tomó cartas en el asunto. No es extraño que todo siga igual. Película repetida. Entro entonces a la Web de la Defensoría y escribo una denuncia. Me contestan al día siguiente y describo la situación. Luego de dos semanas y de volver a insistir, me contestan que han abierto un expediente y que inspectores van a ir al lugar de los hechos.
De todas formas, yo quería tomar fotos en el lugar, así que fui el fin de semana siguiente. El sábado, a eso de las 5 pm., quise tomar unas de la anterior entrada de tierra y los guachimanes del lugar se me vinieron encima como locos, armados hasta los dientes. Tuve que poner retroceso y salir acelerando a fondo, mismo película. Al día siguiente fui a la comisaría y pedí una constatación. Al entrar en el local, dos policías, los técnicos superiores, me miraron con sus caras de “¿qué quieres? ¿Por qué vienes a molestar con sonseras?” y me dijeron:
-¿Entrada? ¿Qué entrada?- al parecer, algo demasiado difícil de comprender con el estómago en plan de domingo matutino.
-No… eso es privado. Se pasaban la pelota uno al otro, sentados en sus escritorios con las prominentes panzas empinadas hacia el techo verde del lugar.
Fue así hasta que salió el mayor, el comisario, y me difirió a otro policía que estaba adentro. Este, acompañado de un segundo, me atendieron bien y me acompañaron a hacer la constatación. Conversamos con el jefe de seguridad de la propiedad privada y con el jefe de seguridad de la entrada al condominio “El Silencio”. Se despliegan las razones de seguridad que hay detrás de la supuesta necesidad de restringir el acceso. Sin embargo, es claro que ello no justifica la violación de los derechos de las personas. En una de esas llega el mayor y, luego de hablar con el jefe, me pregunta:
-¿Dónde vive usted?
-En San Bartolo, contesto.
-Ah… bueno, yo pensé que usted era de aquí… no, entonces no lo podemos ayudar…- como quien dice “no me vengas a molestar que tú eres de otro lado”. No lo dejo terminar y contesto sin ponerme saltón (lo cortés no quita lo valiente):
-No importa si soy de China; las playas son públicas y es derecho de todos tener acceso a ellas-. Se queda callado.
Claro, nadie me dice que no puedo entrar caminando. Pero no tengo dónde dejar el carro. Ahí no hay parqueo, ni vigilancia, ni nada. Y si quiero venir en micro tengo que bajarme junto a CAFAE y caminar desde allí hasta la playa; o bajarme en el mercado de Punta y caminar desde allí, ¿es justo acaso?

En conclusión: no existe una entrada oficial; en los planos de la municipalidad de Punta Hermosa figura un corredor vial libre que va desde Playa Norte hasta El Silencio pero este NO EXISTE. En su lugar hay desmonte, los restaurantes, y demás. Sin embargo, el jefe de seguridad anota: sí existe una entrada. Ahí a la vuelta de CAFAE hay una entrada de tierra improvisada, desde la misma vía que lleva a la tranquera de la asociación, y llega a los restaurantes. “¡Vaya! Soy un pavazo”, pienso. Todo esto, y en verdad había una entrada, ya me estaba dando vergüenza. Pero pregunto:
-Y ese terreno, ¿qué es?.
-Es propiedad privada.- Todo vuelve al inicio. Da lo mismo que exista esa entrada o no; en cualquier momento la puede cerrar el dueño y no hay nada que podamos hacer. Claro, pero mientras esté ahí, podemos quedarnos calladitos y tranquilos, ¿no? Eso es lo que me sugiere el jefe, pero yo no atraco: ya me puse necio a la legalidad. Todo recae ahora sobre la Municipalidad. El acceso que se declara en los planos, el que une Playa Norte con El Silencio, no existe. Los residentes de ahí han cerrado la entrada que ellos mismos han construido. Sea o no eso legal (porque justo sabemos que no es), podría entenderse si es que existiese una entrada para el común.
Regresamos entonces a la comisaría, sentamos la denuncia y el oficial me advierte: esto es un problema ganado a voluntad. El sector público no toma cartas en el asunto, procede como denuncia particular; me van a llamar a declarar, seguramente; quizás la asociación tome represalias legales, tienen sus abogados; etc. Me gané un tamaño problemita: algún sonso (¿ = ciudadano con valores?) tenía que gastárselo. Llego a Lima la noche del domingo, mando las fotos y un croquis que he hecho a la Defensoría esperando que ellos actúen por propia cuenta y hagan la diferencia. Me contestan, y los inspectores obtienen la información. Me dicen que irán en el transcurso de la siguiente semana al lugar de los hechos a constatarlos.

Autocríticas

A la fecha del final de este artículo (19 de mayo de 2009), todavía no ha pasado nada. Pero yo ya hice algo ¿no? En fin, puedo entrar por la tierrita improvisada hasta el parqueo. Pero si este no existiera, ¿tendría ya libertad moral para llamar a mi amigo y que me haga pasar? ¿O debería atenerme al grueso de la gente que no puede acceder a la playa? A lo que voy con todo esto es que yo soy un estudiante de veintiún años, y usé un medio Web y una cámara de fotos para hacer mi contribución. Existen afuera muchísimas personas, gente que conozco, tú o el de tu costado, que conocen gente en la asociación, que corren tabla desde hace años, que pertenecen a la FENTA y podrían hacer presión institucional, dando la cara por toda la comunidad tablista y no solo por su élite competitiva, o tienen contactos importantes y los medios para hacer que la cosa camine y que las autoridades municipales dejen de hacer con los distritos lo que les da la gana. Todos son capaces de hacer la misma autocrítica que yo hice, gracias a un segundo de lucidez, y que me llevó a reconocer mi “egoísmo”. Porque así se llama, ¿no? Total: menos gente en el agua y en la playa; solo locales y gente que por ahí se come la lataza desde Playa Norte. Si la playa es para menos personas, para nosotros solos, mejor ¿no?








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