Ojos que no ven
Fue un delfín saltando por encima del pico más grande de la mañana quien nos reveló la luz. Su celebración dejó en claro que la mesa estaba servida para los que venían con hambre. Una vez en el agua, decididos a enfrentar la ola más grande que se alce frente a nosotros, cambió la vibra tenebrosa de la mañana. Como si nuestra propia energía dictara las condiciones, salió el sol, calmó el viento, bajó la marea y se acomodó el escenario. El resto se lo dejo a las fotos.
Esta ola solo se abrirá ante quien le tenga fe y aprecie su potencial. Es un lugar mágico, una reserva virgen a prontos minutos del almuerzo en casa. Un lugar que esconde olas inimaginables, cuevas interminables, playas desoladas, y un mar lleno de vida e historia –¡todo a la vuelta de la esquina!–. Es curioso destacar cómo uno se puede pasar la vida entera buscando en los rincones más lejanos del planeta lo que se esconde en tu propio jardín. Tan cerca, sí, pero muy lejos de brindar la gloria también. No es asequible encarar una bestia y domarla. No viene fácil la decisión de voltear y lanzarse bajo el labio de un edificio líquido sabiendo que fácilmente se puede acabar almorzando muy-muy y no en aquella cercana casa. El riesgo es real, pero en este lugar la ola perfecta también lo puede ser.
No hace falta leer El Secreto para sentir que lo que realmente se quiere se consigue. El que la busca la encuentra, pero tiene que haber esperanza. Es lo último que se pierde, dicen, pero antes hay que tenerla. El que teme la barredora en la cabeza se verá en esa situación; el que acepta que no es más que un obstáculo a superar en el camino hacia el pico perfecto, realizará sus sueños.
Ojos que ven lo que el corazón siente, aquel es quien lo tendrá en frente…
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